viernes, 23 de marzo de 2012

II (Primera Parte)

De los diarios del 15 de mayo al 15 de Junio de 1099

Pater noster qui est in caelis... La imagen difuminada de las ramas del enorme cedro que abriga el camino y se empeña en dibujar su propia sombra, ha contribuido notablemente en minimizar los calcinantes rayos solares que se riegan sobre el suelo. Sanctificetur nomen Tuum… Llevo aquí alrededor de dos horas. El dispositivo en el cual me encuentro oculto, es bastante cómodo (mas de lo que me esperaba) y considerando que estoy a unos 15 centímetros (recostado) bajo suelo, mi cuerpo se ha adaptado con bastante facilidad a esta complicada situación. Adveniat Regnum Tuum… Pero debo reconocer también, que mis plegarias cumplen un papel indispensable en mi desenvolvimiento anímico. Me brindan seguridad, me alivian. Desde hace no más de 15 minutos, siento el vibrar lejano que emiten los cascos de los caballos que movilizan al carruaje que se acerca a mi posición. Dos cuatro seis ocho- dos cuatro seis ocho- dos cuatro seis ocho… Parecen dos corceles de gran porte, veloces y si no me equivoco uno de ellos tiene mal colocada una de sus herraduras. Fiat voluntas tua, sicut in caelo et in terra... Tenía reservado este plan para la ocasión precisa. Hace apenas cinco años yo continuaba sirviendo (fervorosamente y Dios es mi testigo) en la Abadía de Montecasino. Muy a pesar de mis orígenes, tradiciones familiares y mi educación, lo mío siempre fueron las ciencias (alquímicas y físicas para ser exacto) y esas inclinaciones preferenciales en materia de conocimiento no son fáciles de manejar para un abad. “Dios ante todas las cosas” y aunque parezca absurdo, hasta entonces había concluido al igual que muchos otros hombres de dogma, en que la ciencia y la religión no se llevan. Sin embrago siempre preferí intentar cohesionarlas, haciendo que la ciencia trabaje para el Señor.

Panem nostrum cotidiánum da nobis hódie… Pasé alrededor de seis meses en el taller superior de la Abadía, trabajando en mi “artefacto de impulso espontáneo”. Su aplicación era inminentemente militar por supuesto. Se trataba de un cofre de tamaño humano, el cual mediante un mecanismo de resortes que se activa cuando el “huésped” del mismo así lo desea, se desprende de la tierra intempestivamente, levantándose hasta formar un ángulo de noventa grados con el piso y dejando al “huésped” afinadamente en pie. Lógicamente la cobertura superior del cofre se despegará al momento del impulso, permitiendo que el soldado que esté en su interior pueda caminar libremente hacia adelante, pillando a su adversario. Posteriormente decidí incrementar la presión en los resortes, para que el cofre pueda estar oculto incluso bajo tierra y así, quien posea mi invento pueda sorprender a su enemigo, levantando a toda su tropa inesperadamente de la tierra, como un ejército de resucitados, listos para atacar. Et dimitte nobis débita nostra… Cuando me uní al ejército cruzado, comandado por Bohemundo de Tarento, me vi forzado a abandonar todo mi trabajo científico. Mas nunca olvidaría todos mis diseños y era gracias a mi memoria, que pude reconstruir este artefacto, no para un ejército; sino solo para mí, para mi misión, para neutralizar al enemigo que ahora sin saberlo, se dirige por el mismo camino en el que me hallo “enterrado” y por el cual inexorablemente ese traidor, tendrá que enfrentárseme y posteriormente, si Dios así lo quiere, rendir cuentas al Creador. Ahora el carruaje se encuentra cerca de mí. Calculo que debe estar a unos 60 o 70 metros (eso me dice que en 50 segundos estará frente a mí, por el paso en que avanzan) y sigo contando: dos cuatro seis ocho- dos cuatro seis ocho…

Sicut et nos dimittímus debitóribus nostris… Debo recuperar, no importa cómo, el mapa que nos ayudará a avanzar seguros en nuestra campaña purificadora. Esta misma mañana me lo advirtió Raimundo de Tolosa “sin mapa no habrá conquista; sin conquista no habrá Gloria de Dios” quizá esa “amenaza” funcione solo para un hombre de fe como yo; pero sin importar las motivaciones humanas de nuestra movilización, estoy convencido de que todo lo que hago está contemplado en la voluntad de mi Señor. Oigo los pasos mas cerca, es el momento. Empuño con más fuerza la daga que sostengo con mi mano izquierda, mientras que deslizo lentamente mi mano derecha (en la que está colgado mi denario) para alcanzar la manivela que activa el mecanismo. En un segundo interminable de transcurso infinito, sostengo la respiración y escucho incluso el resuello de los animales que están casi encima de mí.


Et ne nos indúcas in tentationem… He girado la manivela. En un violento viaje de connotaciones casi indescriptibles, sentí como la sangre de mi cabeza se estabilizaba de nuevo y mis pies volvían a estar paralelos al piso. La pieza de madera que tenía enfrente de mí, salió disparada hacia delante, revelando desnudos a los rayos solares, las pupilas de mis ojos se adecuaron inmediatamente a la iluminación natural del paisaje y pude apreciar a dos enormes bestias negras, que al percatarse del emergimiento de una figura humana del suelo, relinchaban y corcoveaban sin cesar, como un demonio al ser expulsado por un sacerdote. Inmediatamente di un paso hacia adelante. “estaba libre” me fijé en el cochero, quien impresionado por mi abrupta presencia, intentaba calmar a los caballos tirando de las riendas. Este se presentaba con una enorme túnica bordada de tonalidades olivares y poseía un turbante blanco en la cabeza “uno mas de los infieles”. Sin dudarlo ni un segundo, le arrojé la daga sostenía en mi mano. Directo al cuello. El cochero cayó hacia adelante sin siquiera chistar, como si nunca hubiese estado vivo, al tiempo que ambos corceles bajaban sus patas delanteras y echaban a correr hacia mí. Ante el avance inminente del carruaje, di un segundo paso con mi pie izquierdo y apoyado en el mismo salté con todas mi fuerzas como si aquellos resortes estuviesen colocados también en mis rodillas. Afortunadamente alcancé a impulsarme por segunda vez en la lanza de olmo que unía a ambos animales por la cintura y luego dando un segundo paso en el balancín grande (manteniendo el equilibrio por el movimiento) volví a saltar hacia la caja del juego delantero de la carroza en donde finalmente pude situarme en su interior. Los equinos corrían desbocados sin que nadie los controlase, de repente un segundo individuo surgió de las cortinas que cubrían la caja trasera. Con la misma apariencia perniciosa que el cochero, el sujeto que tenía yo enfrente, desenvainó su espada, y yo la mía. Tras un par de choques (en los que yo perdía y recuperan el equilibrio dado el brusco andar del carruaje) conseguí desarmarlo y en un acto misericordioso, preferí arrojarlo al camino que matarlo.

Sed libera nos malo… Me percaté que a pocos centímetros de mi bota derecha estaba la clavija que unía a la caja trasera con la delantera y por supuesto a los caballos. “Embarcándome” por entero en la caja posterior, utilicé mi espada para retirar la clavija y toda la estructura ulterior se detuvo broncamente, desnivelándose hacia adelante en una inmensa nube de polvo; en tanto la parte delantera se alejaba arrastrada por los caballos que nunca se detuvieron. Con la espada que se erguía en mi mano izquierda aparté las delicadas cortinas (de seda supongo) e ingresé a la casilla. Acaricié con los dedos índice y pulgar de mi mano derecha, la última cuenta de mi denario, mientras asentaba la punta de mi espada en el cuello del hombre que se hallaba sentado enfrente. Amen

La mirada impía de ese hombre (si es que el género humano no le quedaba demasiado grande a aquel ser) evocaba además de desconcierto, cierto grado de ira reprimida ante la amenazante presencia de mi espada, que por el momento ponía en riesgo su existencia.
-¡Vaya! A eso llamo yo astucia. Dijo con acento extraño casi incomprensible. Dejando entrever una sonrisa lisonjera, ataviada por la podredumbre de su dentadura; quizá isomorfa a la apariencia de su alma.


-El jeque Abdul al-Hassid debo suponer.
-Supones bien. Además de sagaz y muy bien adiestrado pareces estar instruido.
-Mi nombre es Tomás. Me presento ante vuestra persona en nombre del Ilustrísimo Raimundo IV de Saint Gilles, Conde de Tolosa, el cual solicita encarecidamente se le entregue el mapa y los documentos que sus hombres sustrajeron de uno de nuestros campamentos.

En una escena que requeriría varias de estas páginas para poder describirla simplemente en su esencia, el jeque selyúcida adoptó una actitud de tal relajación moral, que consiguió horrorizarme. Volvió a sonreír. Era obvio que no tenía miedo. Parecía que estuviese en presencia de uno de sus súbditos o participando en uno de los tantos jolgorios pecaminosos de los cuales que he llegado a saber gracias a las fantasmagóricas experiencias relatadas por algunos de los soldados de Bohemundo, los cuales fueron prisioneros de los turcos y gracias a la intervención divina pudieron escapar. Acomodándose en el asiento (que debo reconocer, parecía decorado por los mas exquisitos gustos en finos materiales de tonalidades rosáceas y doradas) y sin mirarme a los ojos manifestó.

-No puedo desmerecer tu astucia al interceptarme, afrontar guardias y llegar hasta mi. Es obvio que eres muy valiente. Pero quisiera saber ¿qué es lo que te hace asegurar, que yo poseo esos pliegos?
-Vengo siguiéndolo por más de doce días. He avanzado con sigilo, mi trabajo es recuperarlos a toda costa. Insisto en que no se resista.

Yo estaba perfectamente consciente de que era prácticamente imposible negociar con uno de nuestros enemigos. Su hastía naturaleza no hace mas que complicar cualquier intento de dialogo. Recuerdo con aprecio, las palabras de Bohemundo de Tarento, quien a pesar de ser conocido entre los nuestros por su insaciable ambición, siempre supo contribuir notablemente a la causa del Señor, con las definiciones mas acertadas acerca de la personalidad, composición y actitud de los mahometanos (y los llamo así apropósito, pues he sido testigo de cuanto odian ese apelativo). Había transcurrido casi un año, desde la última vez que estuve en presencia de Bohemundo. Tras el sitio y la posterior victoria cruzada en Antioquia, el príncipe se había adjudicado el control de la ciudad (quizá negociándola con Alejo I). A partir de entonces pasé voluntariamente a servir en el ejército especial de avanzadilla de Raimundo de Tolosa, como espía conciliador y espadachín (si es que el caso lo amerita). Pero en efecto las descripciones del hombre a quien yo servía anteriormente sin duda eran muy acertadas, las he considerado parte indispensable de la crónica histórica que algún día tengo contemplado componer, acerca de todas estas peripecias cruzadas en función de la gloria de Dios, he pensado en titularla “De gesta francorum” quizá.

-Bien, escucha Tomas, tanto vos como yo, tenemos la misma misión. Ambos nos vemos inmersos en la inminente necesidad de velar por los intereses de los nuestros, pero aunque nos cueste admitirlo debemos reconocer que no queremos morir.
-No entiendo a que se refiere. Le sugiero que acorte su discurso y ceda ante mis demandas.
-En efecto, concluyo diciendo que ofrezco entregarte los que estas buscando; a cambio de mi integridad personal por supuesto.

No dudé ni un segundo. Los pergaminos que se me había encomendado recuperar eran de vital importancia. La campaña cruzada había avanzado con rotundo éxito en los últimos meses y a pesar de todo lo previsto, los musulmanes parecían haberse empeñado en no luchar y firmar la paz en lugar de ofrecernos resistencia bélica. Tras desmantelar las murallas de Ma'arrat los hombres que conformaban la división legal de Raimundo, elaboraron una serie de escritos en los cuales constaban las firmas de los gobernantes musulmanes de los poblados que íbamos atravesando. Dichas firmas eran la garantía escrita que presentábamos ante las autoridades de las ciudades subsiguientes como prueba de la buena fe de nuestro avance. Gracias a este procedimiento conseguimos evitar muchas batallas (y por supuesto muchas muertes); sin embrago hace algunas lunas, el campamento que custodiaba los documentos, fue sorprendido en la noche por un grupo de fatimíes que saquearon todo, llevándose consigo las vidas de seis de nuestros mejores soldados, los escritos y un mapa detallado que señalaba la ubicación exacta del que habíamos establecido como objetivo principal de nuestra gesta: el Santo Sepulcro.

-De acuerdo. Dije asintiendo pero sin alejar mi espada del cuello del jeque Abdul.
Este por su parte se levantó brevemente, retirando del interior del asiento en donde se encontraba, un empaque rectangular y delgado aparentemente de cuero, el cual me extendió con sutileza. Le ordené que lo abra y me permita observar su contenido. Sin mencionar palabra lo hizo, indicándome las firmas y el mapa que en efecto estaba intacto. Tomé el paquete y dando un par de pasos hacia atrás abandoné el carruaje. Rápidamente, me adentré en el bosque que bordeaba el camino. Permanecer tanto tiempo inmóvil y bajo tierra, había provocado que mis músculos se relajaran exageradamente y aun no recuperaba mi agilidad habitual, especialmente en el cuello, en donde sentía una constante punzada. Avancé algunos metros por el bosque hasta ubicar la posición de mi caballo, el cual aguardaba por mí en el mismo lugar en donde lo había dejado horas antes. Haciendo un esfuerzo, lo monté apresuradamente, guardando a su vez el “paquete” en una de las solapas de la montura.

La presión de la punzada en mi cuello estaba aumentando. Tomé las riendas y empecé a cabalgar, buscando la salida más cercana para tomar de nuevo el camino. Tras un par de segundos, sentí que el malestar de mi cuello se extendía hasta la nuca y llevándome la mano derecha a él, retiré una especie de saeta muy delgada que no debía medir de 15 centímetros de longitud. Un fuerte mareo me invadió inmediatamente, provocando que caiga del caballo. Recuerdo escuchar el sonido estrujante de las hojas secas, que se quiebran ante la presencia de quien las pisa. A continuación vi entre sombras la imagen de Abdul al-Hassid, quien me enseñaba de nuevo su repugnante dentadura. Pater noster qui est in caelis, Sanctificetur nomen Tuum…

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