viernes, 24 de febrero de 2012

I

De los diarios del 2 al 28 de Junio de 1098


Y brillaban las armaduras. El paupérrimo ejército al servicio del Sumo Pontífice Urbano II, empuñaba con valor sus espadas avanzando en cordón uniforme. Sin duda las bajas han sido numerosas, pero a estas alturas del combate, parecía que la victoria se inclinaba a nuestro lado y finalmente los herejes selyúcidas, están comprendiendo las consecuencias de su infame osadía. “Deus Vult”. Personalmente me siento mucho mas que motivado, cada cierto tiempo (y sinceramente de manera involuntaria) miro de reojo a mi mano izquierda. El desgastado guante de cuero presiona inquebrantable la Lanza. Fue el mismo Bartolomé, quien por órdenes directas de Bohemundo me la entregó. Es más que hermosa. Sin duda la voluntad de Dios está por encima de la de todos nosotros y quizá, si no la hubiésemos hallado dentro de la ciudad, la moral de los cruzados no se habría mantenido inconmovible hasta este momento.

Era obvio que Antioquía no lucía igual que el primer día que la vi. Corría el día 20 del décimo mes del año de Nuestro Señor 1097, me hallaba cabalgando a paso de galope justamente detrás de Raimundo de Tolosa y su escudero (así se me había ordenado). Era yo, quien portaba el segundo estandarte, pero mi verdadero batallón iba adelante, ya había cruzado el Orontes en la mañana; por lo menos eso se murmuraba entre las tropas de Tolosa. Veníamos de Dorilea, en donde luego del “Milagro” la causa cristiana fue abrazada por muchos hombres más en el camino. En determinado momento el caballo de Francisco (escudero del Conde y Marques de Provenza) se detuvo intempestivamente y yo detrás de él. Tras intercambiar un par de palabras con su superior, se volteó hacia mí con el rostro iluminado.

-Tomás. Indicó – ¿La ves? Está justamente enfrente.

Los muros de la ciudad se sujetaban sensualmente (que Dios me perdone) de las colinas del monte Silius. Simulaban el andar de una serpiente venenosa que se extiende voluptuosa por la superficie terrestre. Sin duda su apariencia mesiánica era obra de infieles. Presentaba una morfología extraña, innombrable, pecaminosa. Me dispuse a emitir mis comentarios en voz alta, quizá para demostrar a los soldados de un batallón ajeno al mío, que los cruzados a órdenes de Bohemundo de Tarento, éramos además de valientes, muy cultos. Vanidad. Mea Culpa; sin embargo preferí callar e imaginar a San Pablo predicando un sermón cristiano en la sinagoga de la ciudad que tenía yo enfrente.

-Es imponente. Dije –No olvidéis que fue precisamente dentro de sus muros, y gracias a las obras de San Pablo de Tarso, Dios lo tenga en su gloria, que los seguidores de Jesús fueron llamados por primera vez Cristianos.
-Tu apreciación es digna de la reputación que se otorga Tomás. Respondió Francisco casi sonriendo.
-Me remito a las Escrituras, Hechos de los Apóstoles 11,26.




De aquello habían transcurrido ya ocho meses, y ahora la disputa armada se libraba dentro de la ciudad. Destruida, pero purificada, Antioquia volvía a ver la luz esperanzadora que nuestras espadas le habían traído. El relinchar de mi caballo me despertó del trance. Yo ya había vuelto a las filas de mi batallón, ahora respondía (gustosamente) a Roberto II de Normandía, quien había sido elegido por el mismo Bohemundo para encabezar la jefatura de una de las seis Divisiones Cruzadas. Perfectamente organizados avanzábamos ya, buscando los residuos de cualquier infiel que a pesar de su derrota, osase mantenerse en pie. Escuché en ese momento (en el cual me encontraba apreciando de reojo a la Lanza en mi mano) el sonido inconfundible que emite el contacto de múltiples herraduras equinas con el empedrado de de la plazoleta donde estábamos situados. En un principio se me ocurrió que podría ser otra de nuestras Divisiones que se acercaba por el este, pero mis dudas fueron disipadas cuando Francisco, montado también, se abrió paso entre los presentes gritando:

-Tomás, nos atacan. ¡No sé de donde salieron!
-Imposible. Repliqué de igual manera a gritos, mientras veía como mi amigo se alejaba en su caballo en la dirección de la cual venia el murmullo ecuestre-
Detrás de él y pasando a mi lado, Roberto de Normandía incitaba a su corcel a avanzar mientras desenvainaba su espada con cierta desesperación.
-¿Escucharon? Dijo. –Adelante, aun no ha terminado.
-Señor. Me dirigí a él –No creo que debáis entrar en…
-¡Obedece Bencoraggio! Moviliza a tu tropa.

Sin siquiera tener tiempo de replicar, opté por llevarme la mano derecha al pecho y sintiendo el relieve de la cruz que llevaba colgada en el pecho debajo de la cota de malla y el manto, ordené el despliegue de los soldados a mi cargo.

Avanzando en conjunto, nos aproximamos al fondo de una fila de construcciones semidestruidas en donde alcancé a divisar un sinnúmero de perfiles turcos, los cuales rodeaban y amenazaban conjuntamente con un guarismo considerable de lanzas, a un cristiano que yacía de rodillas en el piso dándome la espalda. Mas adelante una reducida tropa de Cruzados había abandonado sus caballos y los soldados se hallaban de pie frente al grupo de infieles. Entre ellos distinguí a Francisco, quien me invito a abandonar mi montura y acercarme. Lentamente lo hice, sin antes colocarme el capuz de malla de la cota.

-Nos han tendido una trampa. Me dijo Francisco murmurando. –Tienen a Roberto y exigen que se entregue la Lanza.
-Eso jamás, primero muerto.
-Tomas, No es una decisión que tú puedas efectuar, debes respetar la jerarquía.

Suspiré, llevándome otra vez la mano al pecho. “Señor haz tu voluntad”. Lo más sensato posiblemente hubiese sido alertar a los nuestros y esperar refuerzos. Sin embrago la situación ameritaba una respuesta inmediata, aunque esta, parcialmente, acarreara una derrota moral considerable. “Entregar la Lanza”. Sin vacilar me aproximé rápidamente al que, en apariencia, parecía ser el líder. Al ingresar a la breve guarnición territorial que aquel grupo beligerante de selyucidas había formado, pude percibir el apocalíptico hedor que esas gentes producían. De apariencia repulsiva, la mayoría de ellos mostraba llagas y cicatrices voraces en sus rostros. Sus barbas de tonalidades grisáceas se ensortijaban diabólicamente por sus recurvas facciones, caracterizadas, en mi opinión, por esos epicúreos labios que hacen pérfido juego con sus parpados sombreados quizá por su naturaleza endemoniada. El mas alto de ello, quien yo deduje era el líder, pronuncio una serie de palabras que a mí me parecieron una evocación demoniaca. Inmediatamente Francisco murmuró a mis espaldas y en voz alta su traducción al “cristiano”

-Dice que te detengas o lo matarán. Que te arrodilles y entregues la Lanza.
-Dile que lo hago por respeto a mi superior, y no por temor a su gente

No sabría decir si mi amigo estaba en capacidad de traducir al pie de la letra lo que le dije. O si simplemente un tipo de naturaleza tan conciliadora como Francisco hubiera cedido a transmitir un mensaje poco ortodoxo a sus enemigos. Sin embrago me pareció divisar una actitud de consentimiento en el ser despectivo que tenía en frente. Di un paso hacia adelante y lo miré a los ojos. Sus globos oculares parecían envenenados por un enraizamiento rojo que se desplegaba desde la periferia hasta el centro. Su respiración mantenía cierta cadencia negativa. “Cobarde”.
Ante aquella presencia solo se avinieron mis pensamientos de reflexión, mi juramento. Desviando la mirada por un efímero instante pensé que diría el Santo Padre si me viese cediendo ante los pecadores y estrujando mis labios lo volví a mirar. Suspire y me dirigí a él en voz baja.

-Cristo a mi lado, ¿Quién contra mí?

En un movimiento casi imperceptible desenvainé mi espada con la mano derecha dejándola volar frente a mí, en el aire, el arma se estabilizó horizontalmente con la empuñadora hacia mi lado y la punta hacia el suyo. La volví a tomar con la mano derecha (puesto que en izquierda se erguía la Lanza) y se la hundí en el pecho. Casi al instante, utilicé la Lanza para interponerme entre los turcos y mi Señor Roberto, quien al mirar atónito mis movimientos gritó “¡ataquen!“.
Ahora armado en ambas manos me abrí paso entre los musulmanes que no cesaban de intentar atacarme con esos sables curvos que mas parecen herramienta de carpintería que una espada. En un instante las tropas cruzadas avanzaron eliminando a cuanto hereje encontraban a su paso. Raudamente levanté a mi señor del suelo; se hallaba aun conmocionado y con las manos atadas a las espalda. Con modesta eficiencia pase mis espada por sus ataduras y quedó libre. Él también empuñó un de los tantos sables que rondaban ya por el suelo, pertenecientes a los caídos (en su totalidad turcos) y empezó a repartir justicia. Propinando un par de golpes, me libré de un pequeño hombrecillo que hasta ahora, no entiendo cómo pudo haber ido a parar a las filas del enemigo, dada su inconmensurable incapacidad bélica, y me acerqué al hombre que segundos antes había recibido a mi espada en su cuerpo. Me arrodillé junto a él y tome su mano “que el Señor se apiade de tu alma y la mía, y quizá, nos reciba en su gloria. Amen” Cosa de todos los días. Sentí en ese instante la amenaza latente de una infame agresión en contra de mi integridad. A mis espaldas. Reaccioné efectivamente deteniendo el ataque con la Lanza, golpe el pecho de mi agresor con la mango de mi espada y lo derribé acentuando la planta de mi bota en su rodilla. Un flecha proveniente de mis espaldas le acertó justo en el corazón.

En un par de minutos el enemigo había sido vencido. Ante los gritos de victoria, vi la figura de mi Señor Roberto de Normandía que se acercaba a paso apresurado. Y el silencio hizo presa de todos.

-Tomás, te debo la vida.
-Señor, no digáis cosas que nada tiene que ver con nuestra labor aquí.
-Tu modestia es digna de tus orígenes, pero te aseguro que tu valentía será recompensada.

La mañana del lunes 28 de junio mi tropa salía por la puerta de la ciudad escoltando a Raimundo de Aguilers, quien llevaba en su mano la Lanza Sagrada, con la cual el soldado romano Longino, atravesó el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo cuando este estaba aun en la cruz. A su lado cabalgaban Roberto II de Normandía y Francisco.

En la noche se me avisó que Bohemundo de Tarento solicitaba mi presencia en el campamento principal. Rápidamente me dispuse a acudir al llamado. Se trataba de una reunión en la cual pude reconocer a Hugo I de Vermandois y Roberto II de Flandes, Godofredo, Roberto II de Normandía, Ademar de Monteil, y Tancredo y Gastón IV de Bearne y un gran número de soldados que calculé superior a 200. Bohemundo precedía el encuentro informal. Con un enorme vaso de vino, se acercó hacia mí, cuando uno de sus allegados le informó de mi presencia. Solicitó que todos los presentes guardasen silencio.

-El Duque de Normandía me ha dicho que hoy habéis demostrado mucho valor. Tengo entendido que es la segunda vez, que vuestro empeño y valentía, han contribuido notablemente con nuestra causa y quisiera felicitaros.
- Os agradezco Señor, todo sea por la gloria de Cristo.
-Encuentro noble a tu corazón así como a tu mirada sincera y decidida. Por favor dinos tu nombre para poder enaltecer tus hazañas y considerarte en nuestras plegarias.
- Me llamo Tomás Bencoraggio, Señor.
-Pues salud por la gloria de Nuestro Señor y la valentía de Tomas Bencoraggio. Exclamó Bohemundo, al tiempo que todos los presentes esbozaban sonrisas y levantaban sus vasos.

“Salud” “¡Que viva Bencoraggio!”.
En ese instante pude saborear la gloria, aunque haya sido banal y pasajera. Recordé a mi confesor, hombre anciano, sereno y muy sabio, quien me advirtió mientras pudo, del peligro de la vanidad. Era mejor mantener mi humildad “Por la gloria del Señor” pensé. Bohemundo bebió un trago y me invitó a pasar, sin antes mencionar que haría lo posible para que el Papa se enterase de mi “hazaña”.


-Por lo que me cuentan dominas muy bien la espada Tomas.
-Mi padre era herrero, desde temprana edad estuve en contacto con ellas.
-Sin embrago es admirable tu habilidad, no es común algo así en un sacerdote- me dijo sonriendo mientras nos alejábamos de las carpas.
-Ex Sacerdote. Aclaré.